La fragilidad según José Antonio Vergara Parra

Fragilidad

Media vida haciendo planes y la otra media persiguiéndolos. Total para que venga la adversidad y lo trastoque todo. Acostumbrados estamos a que, en horas nonas y completas, los telediarios fermenten almuerzos y cenas. Costumbre que, a fuerza de repetirse, ha debido inmunizarnos frente a lo lejano. No hablaré de indiferencia porque sería desmedido pero sí de resignación llevadera.

Sabemos bien que millones de personas mueren de inanición y que, prácticamente, nacen condenadas a una muerte precipitada. Sabemos de vastos territorios donde la vida tiene muy escaso valor. Sabemos, también, que millones de semejantes llevan décadas masacrándose por razones étnicas, religiosas o económicas. Tampoco nos es ajena la maldad del hombre, capaz de lo mejor pero también de lo peor; hasta el punto de cometer actos que harían vomitar a la más perversa de las alimañas.

Superado el holocausto judío y la Segunda Guerra Mundial, Europa y Estados Unidos han, hemos vivido décadas de una envidiable prosperidad; tan sólo interrumpida por la Guerra de los Balcanes, o Guerras Yugoslavas, considerada como un diabólico paradigma del delito de lesa humanidad.  Derribado el muro berlinés, dos púgiles se han marcado de cerca sobre la lona. De un lado, la alianza atlántica y de otro, rusos y chinos. Disculpen la brocha gorda pues sé que la realidad internacional es infinitamente más compleja. África esquilmada, Sudamérica olvidada y Oriente Próximo (Medio para anglosajones) convertido en un continuo polvorín. No diré que la tierra es del viento pero tampoco una criatura de la ONU y mucho menos hija de aquella fuerza de seis días. Ya saben lo del árbitro malo; que es doblemente malo cuando compensa una injusticia con otra. Resulta chocante que las tres principales religiones monoteístas (cristiana, judía e islámica) rivalicen por la más importante ciudad sagrada del mundo: Jerusalén. Pero esta es otra cuestión que, como diría el Guardián de los Secretos y Molt Honorable, avui no toca.

Nos parecía a todos, digo, que en este ordenado caos (oxímoron posible), nos llevábamos la mejor parte y que los charcos apenan salpicaban. El coronavirus ha venido para recordarnos que el mundo es más pequeño y frágil de lo que sospechábamos y que las ciénagas enfangan a larga distancia. Andaban los duelistas presumiendo de fermoso revólver y gatillo raudo lo que, en relativo equilibrio, procuraba mansedumbre. Tenerla grande no es ya garantía pues hay bichitos, al natural o de laboratorio, que no respetan fronteras ni aduanas; unos sinpapeles capaces de sembrar enfermedad y pánico en un suspiro. Los infortunios individuales y colectivos son eso, infortunios, pero también son educativos pues, por poco sagaces que seamos, revelan que nada controlamos en realidad. Hacer planes está bien, decididamente recomendable pero salvo el presente, sostenido en un ínfimo instante, lo demás o es pretérito o, con mucho, posible.

No imagino mayor prueba de generosidad que traer hijos al mundo pues la sola idea de perderlos te rasga el alma. Tampoco adivino un amor más puro que el profesamos por nuestras familias y amigos. Será por esto, quizás, por lo que la incertidumbre se multiplica exponencialmente. Nuestras mochilas llevan demasiada carga y, en ocasiones, las rodillas cimbrean. El miedo ha salido de las pantallas de televisión para instalarse en los centros de trabajo, en los hogares o a la vuelta de la esquina.

No es ésta una reflexión pesimista; en absoluto. El coronavirus nos ha recordado algo que ya sabíamos; que la vida es maravillosa pero quebradiza y que el curso de la Historia siempre nos ha pertenecido. No podemos seguir impasibles ante tanta injusticia y nada de cuanto ocurra a nuestro alrededor debiera sernos ajeno. Todo y todos son de nuestra incumbencia y no habrá lodazales, por distantes e insignificantes que parezcan, que no acaben salpicándonos de una u otra manera.

La encerrona decretada ha levantado un irrefrenable deseo de comunicación virtual. Será la desesperación. O tal vez Aristóteles tenía razón cuando dijo que el hombre es un ser social por naturaleza. Mascarillas y guantes aparte, no hay quien contenga nuestra irrefrenable tendencia a relacionarnos. Jesús de Nazaret hiló más fino cuando dijo: amaos los unos a los otros como yo os he amado. Y éste y no otro es el mensaje troncal de Jesús; el que muchos se niegan a entender. Jesús no está en un lugar ni en un objeto, sino en el corazón de cada uno de nosotros que, a modo de sagrario, guarda el pan del Señor. El que come el pan del Mesías y bebe su vino no fabrica bombas, ni especula con el sudor ajeno, ni investiga para la muerte, ni organiza a sus congéneres por colores y tenencias.

No imagino al Nazareno bendiciendo cruzadas pretendidamente santas, ni acaparando comida en el Mercadona. No le veo santificando a quienes, ante la necesidad de muchos, atisban una oportunidad de negocio. Tampoco le imagino vendiendo una caja de cien mascarillas a trescientos ochenta y cinco euros cuando, hasta hace cuatro días, costaba veinte pavos. Ley de oferta y demanda, lo llaman. Váyanse al cuerno y métanse sus eufemismos donde les quepa.  No debe ser casual que muchos se hicieron muy ricos cuando la mayoría eran muy pobres.

No sé cuánto tiempo durará este confinamiento pero pasará. La cuestión es si, durante el tiempo necesario, retendremos en nuestro espíritu la valiosa enseñanza que se nos brinda. Tan pronto tenga la oportunidad me iré donde las olas abrazan a la arena y, mientras su brisa sazonada y espuma bendicen mi rostro, alzaré mi copa. Brindaré por mi familia, por mis amigos y por esta vida regalada.

Y que sea lo que Dios quiera.

 

 

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